Cuando escuchamos atentamente a los hombres hablar de su sexualidad, la imagen simple y mecánica que solemos tener se desvanece. Lo que aparece no es un impulso lineal, sino un entramado delicado de emociones: deseo mezclado con miedo, atracción mezclada con vergüenza, búsqueda de conexión envuelta en defensas.
El psicoanalista Michael Bader ofrece una clave fundamental para entender esta complejidad: la excitación sexual masculina siempre contiene miedo. No un miedo consciente, sino uno que se cuela dentro del deseo y que la fantasía intenta regular. La fantasía es, para muchos hombres, un refugio emocional: allí pueden excitarse sin exponerse, sentir sin sentirse evaluados. En ese espacio controlan el guion, la distancia y la intensidad. No es un capricho erótico: es una manera de sostener el deseo cuando la intimidad se vuelve demasiado amenazante.
Esto explica por qué tantos hombres sostienen fantasías que no coinciden con su vida real o que incluso les avergüenzan. No hablan de perversión, sino de defensas afectivas: la fantasía permite sentir sin quedar vulnerables.
La vulnerabilidad es, justamente, el punto ciego más profundo. David Schnarch, desde su trabajo sobre intimidad y diferenciación del self, muestra cómo la sexualidad en la pareja confronta a los hombres con la exposición emocional: ser vistos, ser deseados, depender del otro.
Por eso muchos funcionan bien en encuentros casuales, pero se bloquean en relaciones significativas: la intimidad activa un miedo que el cuerpo traduce en inhibición del deseo, pérdida de erección o ansiedad anticipatoria. No es falta de atracción; es exceso de vulnerabilidad.
A todo esto se suma un guion cultural que la investigadora Shere Hite describió con precisión: el mandato masculino del rendimiento. La idea de que el valor sexual del hombre depende de durar, responder, penetrar, “cumplir”. Este modelo genera una sexualidad vigilada, evaluada, tensa.
Bajo ese peso, la sexualidad deja de ser experiencia y se convierte en examen. Y la vergüenza —esa vergüenza silenciosa que aparece cuando un hombre siente que no está a la altura— se transforma en la emoción que más inhibe el deseo.
Muchos hombres buscan entonces espacios donde no haya evaluación: pornografía, encuentros rápidos, fantasías rígidas, incluso conductas compulsivas. Desde fuera parecen exceso; desde dentro son intentos de regular afectos que no saben nombrar: ansiedad, soledad, vacío, miedo a fallar. La compulsión sexual no busca placer: busca alivio.
La terapia, en este contexto, no es enseñar técnica ni reorganizar conductas. Es ayudar al hombre a desarmar el miedo que se esconde dentro del deseo, a entender su fantasía como un mapa emocional —como diría Bader— y no como un defecto. Es trabajar la capacidad de sostener intimidad sin que el vínculo se sienta como una amenaza, en la línea de lo que propone Schnarch. Es desmontar el mandato de rendimiento que describe Hite y reemplazarlo por la posibilidad de conexión real.
Porque, en el fondo, debajo de todos los síntomas y defensas, los hombres buscan lo mismo que todos: conexión sin miedo. Ser deseados sin tener que ser perfectos. Un espacio donde la vulnerabilidad no implique peligro.
Y cuando eso ocurre —cuando un hombre puede estar presente sin esconderse detrás de la fantasía ni protegerse del vínculo— la sexualidad cambia. No se vuelve solo más funcional. Se vuelve más auténtica.
Y en esa autenticidad aparece algo más profundo que la excitación: aparece la posibilidad de intimidad verdadera.
Dr. Jaime Correa Domínguez
Diciembre 2025




